Me enseñaron el color del amor / yo sé que es rojo. / Yo sé que el viento sur / trae el amor / y huele a rojo./ Me enseñaron el olor del amor / es sur y rojo. (A southern wind from Transylvania)

POETA BALCÓN AL MAR

Por Gustavo Esmoris


Poeta intuitivo, de una compleja sencillez expresiva, y permanentemente fiel a sí mismo, Rolando Faget suele progresar fluidamente dentro de su obra sin volver la vista atrás. Es que para Faget la poesía nunca será ornamento retórico, o simple regodeo intelectual. Muy por el contrario, el poeta es de los que visualizan el arte como otra forma de alimento, tan vital como el pan. Tal vez el símil más próximo a la razón de su poesía sea el de un largo viaje emprendido en la dificultosa búsqueda de las fronteras interiores. Si bien Faget no es una sociedad de poetas al estilo Pessoa o Benavides, sino claramente uno bien articulado, la suya es una poesía fluctuante entre lo comunicante y lo hermético.

El Faget inicial de Poemas del río marrón y Un sol, otras mañanas asume un discurso poético intimista y a la vez de un marcado tono social. Conocer luego, Carta de ríos, y Nota general de plantas, entre sus más recientes títulos, ya no tienen la apertura amplia de los primeros libros, como si el poeta ya no escribiera con palabras sino desde ellas. Pero no se trata de esa clase de hermetismo que algunos poetas emplean a manera de combinación secreta; por el contrario, Faget coloca permanentes puertas que el lector deberá abrir con el pulso de una lectura atenta.

Bajo el misterioso título de Tord, en Carta de ríos, tal vez su libro más personal, Faget construye algunos de esos anchos portales de ida y vuelta por donde pasa una memoria de la cual el poeta reivindica su cuota parte: “sobre muertos sin filtro/ sobre mujeres, niños/ sobre el alma de amigos/ he construido/ pisando/ mi inexorable camino hacia/ la cumbre/ (relativa)/ hacia el sillón que crispo/ el micrófono, la cámara/ el libro que casi nadie lee/ pero yo escribo/ mano segura/ escribo/ he inaugurado cárceles/ alambrado fronteras/ y racimos/ pero nadie me oye/ temblar/ en la azul/ noche/ nadie invoca café/ por mi retrato/ vino de arroz/ mi verde trigo”.
El aspecto militante –uno de los ejes de la poesía de Faget– aparece dosificado pero ocupando un lugar central de la misma: “Hoy muestro esta bandera: certeza/ y digo siempre/ nada está muerto/ nada muere si vivió de verdad/ todo empieza mañana/ la hoguera, las palabras, toda voz cierta y honda”. En ese compromiso –lejano a una actitud contemplativa– el poeta se piensa a sí mismo como parte del mundo: “Imprescindible afinar las palabras/ adelgazarles con suavidad sus sílabas de corcho/ anudarlas, pulirlas/ inventarles maneras elípticas, sensatas/ modos irrefutables de cantar a la luz/ al amor, los recodos de mañanas y noches/ disimulando miedos”.
Dueño de una poesía esencialmente urbana, Faget establece –en la cotidianeidad de las calles– constantes que atraviesan toda su obra, más allá de las distintas ciudades y etapas estéticas por las que atravesó el poeta. Ciertos lugares, palabras e imágenes son permanentemente revisitados, pero lo recurrente no debilita la originalidad, lo cual se defiende desde un fuerte y permanente arrebato lírico, que conduce los hallazgos visualizados a partir de una forma de decir más bien despojada, pero siempre sorprendente.

El mar, por ejemplo, actúa como un gran vaso comunicante con la identidad ciudadana, introduciéndose en la obra de Faget con la regularidad y el ritmo de su propio latir (“País balcón al mar”, describe en un verso el poeta); o lo acérrimamente frecuentado puede encontrarse en una constante presencia de la infancia perdida, aún sin aludirla: “Qué cosa es el pasado/ cómo surge adelante/ cómo el ayer no es hoy (...)” . Paralelamente, los distintos estados de ánimo se marcan enfáticamente, recurriendo con frecuencia a fuertes simbolismos, gracias a los cuales alegría y tristeza devienen en anverso y reverso, a veces unidas en esa fusión de ambas que es la nostalgia.

De una relectura cuidada –absolutamente imprescindible para ingresar definitivamente en la accidentada geografía de la obra– surge la sensación de encontrarnos frente a una aventura poética novedosa y difícil de clasificar. Hay influencias nítidas pero no apegos excesivos ni posturas estéticas incondicionales. Como señalara el poeta compatriota Héctor Rosales “Tal vez debamos transitar por la poética de dos autores uruguayos que cobraron relevancia local en las décadas sesenta/ setenta: Líber Falco y Humberto Megget, para encontrar algunas de las claves que definirían posteriormente el trabajo de Faget. Del primero destacaríamos la extrema sobriedad, despojo de recursos literarios, y un tono poético de peculiar verosimilitud, que conecta de inmediato con la |credibilidad cómplice del lector. De Megget aparecería la apuesta por la música, por la certera repetición de vocablos e imágenes, y ciertos juegos formales que aportarían frescura y novedad a sus propuestas.” (Héctor Rosales, Faget o el ángel sumergido, Espéculo: Revista de Estudios Literarios, Nº. 12, Logroño, 1999).

Dentro de ese mapa, la afinidad rotunda es entre la original síntesis señalada con acierto por Rosales, por un lado, y el oficio poético, por otro. Si nuestro vital sentido lúdico –tan presente en la poesía– tiene una primitiva relación con el superviviente cazador que alguna vez fuimos, en Faget esa búsqueda ancestral se canaliza a través del instinto y la palabra, balanceándose dialécticamente entre lo amable y lo muy serio de jugar: “cambiaremos la tierra/ en eso estamos” nos asegura el poeta, ofreciendo otro mundo posible donde la poesía y el pan caminen confundidos de la mano.